-Va, habla - dijo, con tono amenazante-. ¡Vamos! Ahora tienes la oportunidad. ¡Habla!
No hubo respuesta alguna por su parte. Permanecía callado, con la mirada perdida en la pared, las pupilas dilatadas, sin mover ni siquiera un milímetro los párpados.
Su pecho no daba señal alguna de respiración.
Simplemente estaba ahí, sentado en una silla, sin vestir más que unos vaqueros de cintura baja, viejos y estropeados, con los pies descalzos en el suelo frío, las manos atadas con un cordel beige, rozaduras en las muñecas, el cuerpo inclinado hacia delante y una media sonrisa desdibujada en su rostro que indicaba que parte de él disfrutaba con ello.
Todo aquello había ido demasiado lejos. Uriel sabia que aquello le estaba bien empleado. Hacía ya mucho tiempo que esperaba que sucediera. Conocía las consecuencias de sus acciones. Consecuencias que le torturarían hasta la locura y que harían de él un montón de carne y huesos sin alma ni razón.
Pero de algún modo, su lado más oscuro anhelaba quedar atado pagando por sus pecados y recibiendo el castigo que merecía por todos sus actos.
De repente un escalofrío ascendió por su columna vertebral hasta llegar a la nuca, y entonces, contrayendo la cara, sintió la punzada de dolor.
Tras el latigazo, su vista se nublaba por momentos, sus pupilas se dilataban cada vez más al igual que su sonrisa.
-¡Mi paciencia se agota! - dijo la misteriosa voz, mientras agitaba el látigo, dando en el blanco de nuevo, acentuando aún más la sonrisa de Uriel - ¿No vas a decir nada? ¡Voy a hacer que desaparezca esa sonrisa de tu cara, imbécil! -
Con cada nuevo golpe de su captor, un recuerdo de sus fechorías inundaba su mente, acompañado de dolor. Y eso le aliviaba.
Intuía cuantos golpes más tendría que soportar. Uno por cada mala elección. De repente supo que no saldría de allí en mucho, mucho tiempo.
¿Qué le había llevado hasta ahí? Razones ilógicas que le inducían a la autodestrucción, la idea de que no merecía la vida que le había tocado vivir, la necesidad de emociones que no creía poder alcanzar de otro modo.
Quizás con esto buscaba la redención. Ser merecedor de tan brillante vida aun creyéndose mala persona.
Si, con eso debería bastar. Después de eso disfrutaría de todo cuanto le cayese del cielo. Pero antes, debía visitar el infierno.
De nuevo otro latigazo le hizo encoger la cara y todos los músculos del cuerpo. Esta vez había sido en el hombro derecho. Empezó a notar un hilo de sangre deslizándose por el canal que marcaba su columna.
Su sonrisa era casi completa. Y sus ojos, abiertos como platos, seguían fijos en la pared, mirando sin ver.
(...)
Había perdido ya la cuenta de los recuerdos revenidos y, por consecuencia, de los latigazos.
El dolor intenso, hacía que no pudiera numerar con exactitud las heridas de su espalda, la pérdida de sangre empezaba a hacer mella en la fortaleza de su mente, su sonrisa se había desvanecido y sus ojos casi se habían cerrado por completo.
Después de unos minutos, quizás horas, de silencio absoluto, solo interrumpido por el sonido de los tubos fluorescentes al parpadear, su secuestrador liberó sus muñecas y lo rodeó hasta ponerse frente a él.
Uriel no se atrevía a levantar la mirada. Tenía miedo de descubrir el rostro de quién había ejecutado tal masacre en su cuerpo y su mente. La idea de que ese rostro le perseguiría para siempre, mortificándolo y recordándole a cada segundo su visita al infierno, le aterraba.
Uriel solo podía ver las piernas de su captor. Llevaba los pies también descalzos, tocando el mismo suelo helado que él y unos pantalones blancos, moteados con manchas rojas, irregulares. "Sangre - pensó Uriel, mientras empezaba a temblar -, mi sangre".
El castigador dejó caer el látigo al suelo, dejando entrever las rozaduras, al rojo vivo, que este le había provocado en la mano desnuda.
Al parecer no había tomado muchas precauciones para consigo mismo antes de comenzar con todo aquello.
Quizás no le importaba el daño que pudiera sufrir siempre y cuando cumpliera su cometido.
Éste emitió un sonido gutural, puede que un intento de sonrisa frustrado, y agarró a Uriel de la barbilla, levantando su rostro. Él momento de conocer su identidad había llegado. No había vuelta atrás.
De pronto sus miradas se encontraron. El secuestrador sonreía. Una sonrisa inocente, juvenil y despreocupada iluminaba su cara.
Los ojos de Uriel se abrieron como platos. No podía ser. No podía creerlo. La identidad de quién le había guiado en su visita por el infierno no era otra que la de él mismo. Un reflejo de él mismo se hallaba ante sus ojos. Era él, él mismo, quién se había estado castigando por todo aquello que creía haber hecho mal.
Se vio a si mismo sonriendo de la forma que siempre había querido sonreír.
Sin preocupaciones, sin complejos, sin rabia, sin miedo...
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