domingo, 24 de diciembre de 2023

No sé porque dejé de escribir.

Hola,

mi nombre es Raúl y hace casi 8 años que no escribo.

No sé por qué. Es posible que ocurriera algún cambio en mi vida que transmutara mi forma de relacionarme con el mundo, llevándose mi capacidad de usar las palabras a un escondite dentro de mi mente.

Antes de la metamorfosis, había aprendido a ser gusano: a navegar a rastras por el mundo, a no poder llegar muy lejos y a estar en paz con ello, a rodearme de otros gusanos como yo, a destacar con mis talentos, a dar volteretas sin hacerme daño: en definitiva, un gusano conforme y feliz.

Mi nombre es Raúl y hace casi 8 años que no escribo, el próximo abril hará 9 años.

Entre tanto gusano, llegó ante mi uno nuevo, que venía de tierras lejanas. Me habló de que nosotros, los gusanos, estamos destinados a cambiar -Con el tiempo descubriría que no todos lo hacemos al mismo tiempo, y que muchos no lo hacen nunca-.

Los meses posteriores se reflejan intensos en mi memoria. El cambio empezó su curso dentro de mí. Algo debajo de mi estómago empezó a crecer y a removerse. Era algo agradable, nuevo y atractivo. De repente muchas cosas empezaron a perder sentido, otras muchas que habían sido indispensables perdieron toda su importancia. 

Mi nombre es Raúl y hace casi 8 años que no escribo, el próximo abril hará 9 años. No me creo que esté escribiendo ahora mismo.

Una mañana me desperté para encontrar un hilo blanco azulado asomando entre mis dientes y de pronto supe que ese lugar donde llevaba 25 años despertando ya no era mi hogar.
Mis entrañas me urgían salir corriendo para encontrar un sitio donde sacarlo, estirar de ese hilo hasta no poder más. Aquel otro gusano se encontraba igual, así que nos dimos la mano y fuimos juntos a buscar otro hogar.

Llegamos a un lugar hostil, lleno de otros gusanos. Gusanos extraños y llenos de espinas, bellos pero peligrosos. Agotados mentalmente y con la necesidad imperiosa de sacar esa seda de nuestros adentros, nos instalamos en un rincón, en aquel lugar que repelía mi presencia. Tumbados uno al lado del otro empezamos a enredarnos en esa seda que salía de nuestras bocas, hasta quedar enredados nuestros cuerpos y fundidos nuestros destinos.

Mi nombre es Raúl y hace casi 8 años que no escribo, el próximo abril hará 9 años. No me creo que esté escribiendo ahora mismo. Es un sentimiento extraño, extraña liberación.

Pasaron años así, ambos entrelazados en la mezcla de nuestras respectivas sedas, en un suave capullo gris azulado. A veces incómodo, sofocante y estrecho; otras veces se sentía como el lugar más cálido y seguro del mundo.

Sin esperarlo, el día en que ese capullo se quedó pequeño, llegó. Y después de una lucha agotadora, tanto con nosotros mismos como con el otro, rompimos la seda que nos había protegido del exterior durante años. La luz era cegadora. Y la ceguera que nos provocó duraría un largo tiempo.

Mi nombre es Raúl y hace casi 8 años que no escribo, el próximo abril hará 9 años. No me creo que esté escribiendo ahora mismo. Es un sentimiento extraño, extraña liberación. Cuanto más escribo, a pesar de ser solo unas líneas, más aumenta el cosquilleo en la punta de mis dedos. Lo echaba de menos.

Cuando pasó la ceguera, y después de curar algunas heridas que nos hicimos por no poder ver, nos miramos el uno al otro y quedamos mudos. Él tenía unas alas preciosas, color verde y rojo, como un dragón. Alas fuertes y con presencia que exudaban seguridad, acción, velocidad, pasión y calidez. Filtraban la luz de una manera que calentaba el corazón. Mis alas, en cambio, dibujaban en el ambiente un halo morado y azul iridiscente. Se percibía de ellas paz, sabiduría, paciencia, serenidad y brisa. La luz que atravesaba te arropaba con firmeza.

Viendo nuestras nuevas a apariencias, aun bebiéndonos con los ojos, descubrimos que la luz que se resultaba de juntar ambas era de un blanco puro y transparente, que transpiraba claridad y paz. La sombra que proyectaban nuestras recién descubiertas alas de mariposa era la de un corazón. Todo estaba a nuestro favor.

Mi nombre es Raúl y hace casi 8 años que no escribo, el próximo abril hará 9 años. No me creo que esté escribiendo ahora mismo. Es un sentimiento extraño, extraña liberación. Cuanto más escribo, a pesar de ser solo unas líneas, más aumenta el cosquilleo en la punta de mis dedos. Lo echaba de menos. Quizás nadie entenderá este texto, pero no es por eso por lo que escribo, ¿no?;

Tuvimos que aprender a volar. Sin ceguera y con esas alas tan bonitas no parecía que fuera a ser difícil. Pero es que casi nada es fácil. Moratones y alguna herida, que aun queda abierta, vientos y tormentas, depredadores y embaucadores. Finalmente aprendimos a volar y a sortear los obstáculos.

Planeando y con algunos vientos a favor, sobrevolamos una parcela, por épocas verde, amarilla y vibrante; y en otros períodos marrón, gris y mate. Esa parcela vacía debía ser nuestra.
Flores dulces, piedras sólidas, tierra mullida y la compañía de otros seres sin habla -que aman desinteresadamente mucho más de lo que las palabras pueden expresar-, un techo humilde.
Allí descendimos y limpiamos nuestras alas, pudiendo apreciar de nuevo el brillo que despedían. La paz del blanco al juntarse.

Mi nombre es Raúl y hace casi 8 años que no escribo, el próximo abril hará 9 años. No me creo que esté escribiendo ahora mismo. Es un sentimiento extraño, extraña liberación. Cuanto más escribo, a pesar de ser solo unas líneas, más aumenta el cosquilleo en la punta de mis dedos. Lo echaba de menos. Quizás nadie entenderá este texto, pero no es por eso por lo que escribo, -¿no?-, -No-. Es por el peso de las teclas al ser pulsadas y por las palabras escapando de mi cabeza, dejando espacio libre para que la tranquilidad -o felicidad- lo sustituya.

Esa parcela es nuestro hogar. El lugar al que volver cuando la borrasca azote al mundo. Cuando todo lo demás carezca de sentido y pierda el valor, puedo volver a casa, abrazarte y disfrutar del blanco puro que emanamos al estar juntos.

Estaba predestinado a cambiar. Estaba predestinado a convertirme en capullo para después poder encontrar mi verdadero hogar. Aprendí mucho de lo que tuve que prescindir para transmutar. Ahora ha llegado el momento de recuperar capacidades de aquel tiempo en el que la única manera de existir era arrastrarme por el mundo Ser un gusano es genial, pero ser mariposa es mejor.

Mi nombre es Raúl y hace casi 8 años que no escribo, el próximo abril hará 9 años. No me creo que esté escribiendo ahora mismo. Es un sentimiento extraño, extraña liberación. Cuanto más escribo, a pesar de ser solo unas líneas, más aumenta el cosquilleo en la punta de mis dedos. Lo echaba de menos. Quizás nadie entenderá este texto, pero no es por eso por lo que escribo, -¿no?-, -No-. Es por el peso de las teclas al ser pulsadas y por las palabras escapando de mi cabeza, dejando espacio libre para que la tranquilidad -o felicidad- lo sustituya. No quiero parar; y ese es un buen propósito de año nuevo -¿A qué si?-.


Feliz vida. Por lo pronto, feliz 2024.



RGB^^

miércoles, 20 de abril de 2016

Mi comienzo y el mineral sucio

Comenzar algo nuevo siempre implica una emoción, positiva o negativa. Algunos ejemplos pueden ser: ganas, ilusión, sentimiento de obligación, o cualquier otra.

En mi caso, mi nueva aventura, que en poco tiempo pasó de ser "mi" a "nuestra", tenía rostro de felicidad, ganas de comerse el mundo, velocidad, amor y muchas otras más, todas positivas.
Lo malo de que todo sea positivo es que la probabilidad de decepción, de sufrimiento, se incrementa hasta límites insospechados.
Cuando te embarcas en una nueva aventura en que lo dejas todo, cuando todo lo que tienes, todo en lo que estás trabajando para conseguir y todas tus relaciones (laborales, personales y académicas) se apartan a un lado para permitirte apuntar a lo que a todas luces parece lo correcto, lo más grande, lo que hará que puedas responder "feliz" a la pregunta "¿qué tal tu vida?", apostando a todo o nada tu vida, te embriaga una sensación de adrenalina pura y te ciega de toda posibilidad de que algo salga mal.
A veces sale mal. A veces no todo el monte es orégano. A veces lo que parecía brillar como un diamante resulta ser topacio.
Con esto no quiero decir que yo sea una de esas personas que no pueden ser felices si no es con un diamante puro. Puedo ser feliz con un topacio. Lo malo del topacio es que requiere mucho más trabajo cuidarlo y pulirlo. Es más frágil que un diamante, y hay que llevarlo siempre con mucho cuidado, para que no acabe en el suelo hecho añicos.
Mi aventura no ha hecho más que empezar o, al menos, eso espero, y aún estoy analizando lo que tengo entre manos. Quizás sea un diamante en bruto, que necesita pulir, y una vez pulido durará para siempre, fuerte y brillante. Pulir un diamante lleva mucho trabajo.

El problema es, ya sea diamante o topacio, que vino muy sucio. Nunca pensé que el pasado de algo que para ti es nuevo pudiera afectar tanto a su presente y al tuyo propio.
Sobretodo cuando sabes que la suciedad de la que ahora está impregnado fue por decisión propia y no por malas casualidades de la vida.
¿Qué demonios le debió pasar por la mente para decidir que eso era lo correcto? ¿De verdad alguien puede quererse tan poco para llegar al punto de no importarse lo más mínimo? Y, si en algún momento lo pensó, ¿porqué decidió la auto compasión y la autodestrucción en lugar de luchar por ser quien era en lugar de quién los demás esperaban que fuera?

Sea como sea, voy a descifrar la composición de esta piedra preciosa que hizo que cambiara el rumbo de mi vida por completo, hasta que el destino decida por nosotros. Al menos mi conciencia está tranquila, el universo bien sabe que, para bien o para mal, he dedicado cada día de mi aventura en pulir a esta piedra por la que mi vida cambió, para darle a mi comienzo un final feliz.

RGB


jueves, 12 de noviembre de 2015

Desde nuestra ventana

06:00am. Suena la primera alarma. El móvil emitiendo luz y sonido. Mis ojos, semi-abiertos, deseando no abrirse. Mis manos se reparten el trabajo: una hacia el botón de posponer alarma y la otra directa a su cintura. Mi boca guía a mi cabeza hacia su mejilla y a la vez que un lánguido hilillo de voz da los buenos dias y, como respuesta, sus labios repiten mis palabras y se encuentran con los mios.
Mis ojos se cierran de nuevo. Mi cabeza apoyada cómodamente en su pecho.

Suena la alarma. Asumo que no estoy soñando y con un esfuerzo sobrehumano me levanto, separándome de las cálidas sábanas que hemos calentado entre los dos, de su pecho y sus labios. Me pongo de pie, desnudo en todos los sentidos, expuesto al frío y la soledad de una madrugada demasiado temprana y una inminente carrera a través de un camino desconocido.

Me dirijo al lavabo a asearme, aún sin despertar del todo. No soy consciente aún de que en breve saldré de la comodidad de un abrazo cálido durante una noche fria para adentrarme en la soledad de la niebla al amanecer.

Vuelvo a la habitación, ya mas despierto. Agarro mi mochila, le beso, le abrazo, le vuelvo a besar. He de irme.
Cierro la puerta a mi espalda y bajo las escaleras. Abro la puerta a la calle y, tal como esperaba: niebla, frío.

Oigo un repiqueteo detrás de mi: Él saludandome desde la ventana, con una sonrisa dibujada en sus labios, despedida en sus ojos y un nudo en la garganta. Exactamente como yo.

Decido empezar a caminar. Un par de pasos, me vuelvo a girar. Solo veo la cortina. Él ya ha vuelto a la cama y ahora estoy solo. Me dirijo a la estación.

El pitido y el sonido de las puertecillas mecánicas al pasar mi tarjeta de metro a la entrada de la estación marcan el comienzo del fin.
Y después de todo fin hay un nuevo comienzo...

Rgb

viernes, 24 de julio de 2015

Ese fue el momento en que me enamoré

Siempre se me llenaba la boca diciendo que nunca jamás estaría con alguien a distancia. Que esas cosas eran imposibles de sustentar. Que se necesita un contacto físico para poder mantener sana una relación.

También es verdad que, hasta el momento, mis compañías sentimentales no me habían aportado nada más que eso: compañía. Y una simple compañía requiere, obviamente, de presencia física para ser efectiva.

Nunca coincidí con nadie con quien compartiera intereses o inquietudes. Compartía afecto, sí, pero siempre he tenido la sensación de que debía cortarme las alas para poder caminar de la mano con quien estaba a mi lado. A veces me las cortaba yo y muchas otras me obligaban o, peor aún, me las cortaban sin que me diera cuenta hasta que ya era demasiado tarde.

Por suerte, nunca he tenido problema en volver a hacer crecer esas alas, cada vez más fuertes y resistentes, y ponerme a volar, siempre un poco más lejos y más alto, alcanzando una vista más amplia y objetiva de lo que deseo y lo que no volveré a repetir. Ganado a cada paso más confianza en mi mismo.

Llegados a este punto, estaba preparado para cualquier cosa, menos para lo que sucedió...

Conocí a la persona que, lejos de cualquier indicio de esconder un "corta-alas", se preocupa de que estén sanas y me impulsen y no decaigan. 
Un chico brillante, con unas alas iguales a las mías, con una dirección clara y una energía alucinante.
Con unos intereses y una forma de vida muy similar a la que yo deseo para mí, hecho que ayuda a que no haya confusión ni freno a la confianza. 
Portador de valores y prioridades dignas de admiración y muestra de valentía, que yo nunca me atreví a adquirir nunca como mis propios principios por miedo a salir de la zona de confort.

Su aparición en mi vida fue totalmente casual, aunque llegó en el momento justo y en el lugar indicado. Una noche estrellada, en una terraza tomando cerveza, un paseo por la arena y una conversación de todo y nada durante horas. No hubo sexo, no hubo intención de nada más que de disfrutar de una compañía agradable y descubrir la esencia del otro.

El gran problema vino después de tres semanas y su marcha a otro país, a su casa. Vino a trabajar, me conoció, me prendé y se fue. 

Y ese podría ser el final de la historia, como la mayoría de historias de verano entre personas de diferentes lugares del mundo que se encuentran en una isla de sol, playa, fiesta y alcohol. 
Pero no, el mismo efecto que me causó el a mi pareció tener efecto viceversa.
Nos aferramos al hecho de que, por trabajo, volvía en un mes. Nos volveríamos a ver.

Me sorprendió tomando un avión mucho antes de lo planeado y plantándose en mi casa por 5 días. Días que, viéndolos ahora con distancia y cabeza fría, fueron posiblemente los mejores de mi vida.
En ese corto periodo de tiempo comprendí varias cosas: que lo que viví dos semanas atrás no había sido un espejismo, que la persona que compartía mi cama no era una simple compañía, y que quizás si era capaz de tragarme mis palabras y embarcarme en una relación a distancia.

Pasaron muchas cosas mágicas durante esos días, pero ocurrió algo muy especial: Una noche, llegué de trabajar y él me preparó la cena. Estábamos sentados en una escalera cuando de repente apareció un insecto. No sé muy bien que era, pero volaba. De pronto vi en sus ojos la mirada de un niño rogando en silencio que se fuera. Si, no le gustan los insectos, le dan miedo. Entonces ahí me vi, le pedí que aguantara unos segundos mi cena, me levanté y me libré de aquel maravilloso y oportuno insecto. 
Cuando me dí la vuelta y lo vi ahí sentado, mirándome con los ojos abiertos como platos, entre avergonzado y aliviado, suspirando por haberse librado del bicho...
Entonces estallé de risa. No me lo esperaba. ¿Miedo a los insectos?...
No me reía de él, ni muchísimo menos. Simplemente me di cuenta de que la situación me produjo el mismo sentimiento que cuando veo el final de una comedia romántica. Felicidad.

Ese fue el momento en que me enamoré. Tenía delante a un chico sencillo, humano, capaz de sentir y de expresar... 
Una persona con las ideas claras, ambiciones y, sobretodo, la necesidad de compartir todo eso con alguien.
Delante de mí había un chico exactamente igual que yo. Una persona que me daba la oportunidad de sólo sumar sin necesidad de renunciar a nada. Me abría las puertas a un amor que poder regar desde el aire, mientras volamos hacia nuestro destino, cada uno con sus propias alas, juntando fuerzas y dándonos la mano.

Ahora mismo, debido a circunstancias que no se pueden controlar estamos físicamente separados. Pero creo que nunca me he sentido tan cerca de alguien de este modo.

Nos lleve el tiempo que nos lleve, sea donde sea que esto termine, la huella que estamos dejando el uno en el otro durará para siempre. 

Yo confío en que todo va a salir bien. De algún modo siempre he pensado que todo pasa por alguna razón y que nuestro destino era encontrarnos.

R. Gelabert

martes, 6 de enero de 2015

Querido dos mil quince...

Hace unos días concluyó el año 2014.
He oído a todo el mundo hablando de deseos de cambio, de cosas a mejorar en sus vidas, de arrepentimientos y de "ojalá pudiera volver atrás y...".

Para mí, fueron los 365 días más turbulentos que he experimentado.
Durante ese año soñé más de mil y un proyectos, de los cuales solo algunos vieron la luz. Conocí personas maravillosas y otras no tan maravillosas. Tomé decisiones acertadas y otras no muy acertadas. Confié en talentos sin desarrollar que en alguna ocasión se olvidaron de mí y me hicieron tocar de nuevo con los pies en la tierra. Puse las cartas sobre la mesa en partidas de mi vida en las que nunca me había atrevido a tomar partido. En algunas gané y en otras perdí estrepitosamente, perdiendo todo lo que aposté...

Y siendo este un panorama para muchos aterrador, yo solo quiero pedirle al año que acaba de despegar que me lleve por la continuación del camino que recorrí mientras duró su antecesor; que siga abriéndome las puertas y dándome las claves para re-descubrirme día a día; que no me fallen las energías ni la ilusión por mis estudios y mi (¿porque no llamarlo ya así?) trabajo; que me acompañe la inocencia que ha estado conmigo hasta ahora para dejarme caer y así poder levantarme; que cada día requiera un nuevo esfuerzo que renueve mi hambre inagotable de aprender.

Obviamente, todo esto no puedo afrontarlo solo. Nadie puede afrontar la vida solo. Por ello le pido, por último, pero no menos importante, que no me falte el amor y la amistad verdaderas que he tenido a mi lado durante todo esta locura de recorrido. Aunque no lo diga nunca, tengo una familia y unos amigos que valen más que cualquier cosa. Me brindan el apoyo necesario, pese a mis formas con ellos, incondicional y gratuitamente, cosa sin la que no estaría donde y como estoy, cumpliendo mis sueños.

¡A trabajar!

Rgb!


lunes, 16 de junio de 2014

Una visita guiada por el infierno

-Va, habla - dijo, con tono amenazante-. ¡Vamos! Ahora tienes la oportunidad. ¡Habla!

No hubo respuesta alguna por su parte. Permanecía callado, con la mirada perdida en la pared, las pupilas dilatadas, sin mover ni siquiera un milímetro los párpados.
Su pecho no daba señal alguna de respiración.
Simplemente estaba ahí, sentado en una silla, sin vestir más que unos vaqueros de cintura baja, viejos y estropeados, con los pies descalzos en el suelo frío, las manos atadas con un cordel beige, rozaduras en las muñecas, el cuerpo inclinado hacia delante y una media sonrisa desdibujada en su rostro que indicaba que parte de él disfrutaba con ello.

Todo aquello había ido demasiado lejos. Uriel sabia que aquello le estaba bien empleado. Hacía ya mucho tiempo que esperaba que sucediera. Conocía las consecuencias de sus acciones. Consecuencias que le torturarían hasta la locura y que harían de él un montón de carne y huesos sin alma ni razón.
Pero de algún modo, su lado más oscuro anhelaba quedar atado pagando por sus pecados y recibiendo el castigo que merecía por todos sus actos.

De repente un escalofrío ascendió por su columna vertebral hasta llegar a la nuca, y entonces, contrayendo la cara, sintió la punzada de dolor.
Tras el latigazo, su vista se nublaba por momentos, sus pupilas se dilataban cada vez más al igual que su sonrisa.

-¡Mi paciencia se agota! - dijo la misteriosa voz, mientras agitaba el látigo, dando en el blanco de nuevo, acentuando aún más la sonrisa de Uriel - ¿No vas a decir nada? ¡Voy a hacer que desaparezca esa sonrisa de tu cara, imbécil! -

Con cada nuevo golpe de su captor, un recuerdo de sus fechorías inundaba su mente, acompañado de dolor. Y eso le aliviaba.
Intuía cuantos golpes más tendría que soportar. Uno por cada mala elección. De repente supo que no saldría de allí en mucho, mucho tiempo.

¿Qué le había llevado hasta ahí? Razones ilógicas que le inducían a la autodestrucción, la idea de que no merecía la vida que le había tocado vivir, la necesidad de emociones que no creía poder alcanzar de otro modo.
Quizás con esto buscaba la redención. Ser merecedor de tan brillante vida aun creyéndose mala persona.
Si, con eso debería bastar. Después de eso disfrutaría de todo cuanto le cayese del cielo. Pero antes, debía visitar el infierno.

De nuevo otro latigazo le hizo encoger la cara y todos los músculos del cuerpo. Esta vez había sido en el hombro derecho. Empezó a notar un hilo de sangre deslizándose por el canal que marcaba su columna.
Su sonrisa era casi completa. Y sus ojos, abiertos como platos, seguían fijos en la pared, mirando sin ver.

(...)

Había perdido ya la cuenta de los recuerdos revenidos y, por consecuencia, de los latigazos.
El dolor intenso, hacía que no pudiera numerar con exactitud las heridas de su espalda, la pérdida de sangre empezaba a hacer mella en la fortaleza de su mente, su sonrisa se había desvanecido y sus ojos casi se habían cerrado por completo.

Después de unos minutos, quizás horas, de silencio absoluto, solo interrumpido por el sonido de los tubos fluorescentes al parpadear, su secuestrador liberó sus muñecas y lo rodeó hasta ponerse frente a él.

Uriel no se atrevía a levantar la mirada. Tenía miedo de descubrir el rostro de quién había ejecutado tal masacre en su cuerpo y su mente. La idea de que ese rostro le perseguiría para siempre, mortificándolo y recordándole a cada segundo su visita al infierno, le aterraba.

Uriel solo podía ver las piernas de su captor. Llevaba los pies también descalzos, tocando el mismo suelo helado que él y unos pantalones blancos, moteados con manchas rojas, irregulares. "Sangre - pensó Uriel, mientras empezaba a temblar -, mi sangre".
El castigador dejó caer el látigo al suelo, dejando entrever las rozaduras, al rojo vivo, que este le había provocado en la mano desnuda.
Al parecer no había tomado muchas precauciones para consigo mismo antes de comenzar con todo aquello.
Quizás no le importaba el daño que pudiera sufrir siempre y cuando cumpliera su cometido.

Éste emitió un sonido gutural, puede que un intento de sonrisa frustrado, y agarró a Uriel de la barbilla, levantando su rostro. Él momento de conocer su identidad había llegado. No había vuelta atrás.

De pronto sus miradas se encontraron. El secuestrador sonreía. Una sonrisa inocente, juvenil y despreocupada iluminaba su cara.
Los ojos de Uriel se abrieron como platos. No podía ser. No podía creerlo. La identidad de quién le había guiado en su visita por el infierno no era otra que la de él mismo. Un reflejo de él mismo se hallaba ante sus ojos. Era él, él mismo, quién se había estado castigando por todo aquello que creía haber hecho mal.
Se vio a si mismo sonriendo de la forma que siempre había querido sonreír.
Sin preocupaciones, sin complejos, sin rabia, sin miedo...

martes, 17 de diciembre de 2013

Todos hablan de amor, pero pocos lo hacen.

Me encantaría plasmar en palabras el significado que tiene para mi esa palabra: "AMOR", tan grande, tan especial, tan grande, que siempre está en boca de todos y que casi nunca se pronuncia de forma acertada.

Para hablar de él, primero hay que hablar de los sentimientos. Y no son más que minúsculos momentos. Pequeñas descargas que no atienden a razones, que invaden primero nuestro corazón y que se expanden por todo nuestro cuerpo. No son duraderos, pero su efecto en nosotros casi siempre lo es. Los hay malos y buenos; malos que se convierten en buenos; y buenos que se convierten en malos.

Y el amor no es más que eso, un sentimiento. El más bueno de todos los que existen. Que hace que todo lo malo parezca menos malo, y lo bueno, mejor. Que nos emboba, nos sirve la felicidad en bandeja, que nos mantiene ocupados, incluso en nuestros sueños, trabajando para que no se esfume, día a día.
Pero es un trabajo que no nos cuesta, que nos agrada, que nos complace hacer.

Y el amor no sólo se reduce a una pareja, no. El amor va mucho más allá.
Podemos verlo en los ojos de un padre o una madre al ver por primera vez a su hijo, al oír su primer llanto, o cambiarle el pañal. En la sonrisa de una madre al recoger a su hijo del colegio, en la mirada del hijo en el momento en que la ve y acto seguido corre hacia ella. En la respiración contenida de un padre cuando su hija llega tarde a casa, y en las lágrimas de la hija cuando le abraza después de la riña. En los llorosos ojos de ambos padres al ver a su hijo o hija emprender su propio camino, abandonando el nido.

También podemos encontrarlo en una amistad. En el abrazo de tu amigo o amiga del alma, después de un tiempo sin veros. En la comprensión del uno cuando el otro confiesa algo con temor al rechazo.

Sin duda alguna, lo sentimos en la mirada de los ojos ya cansados de nuestros abuelos, en su constante besuqueo y en sus historias de juventud.

Por supuesto lo agradecemos del gruñido amistoso de nuestras mascotas, o de su apoyo cuando saben que estamos mal y se acurrucan a nuestro lado.

No me olvido del tipo de amor qué está siempre en boca de todos. Ese amor que se siente únicamente por una sola persona al mismo tiempo. Ese que hasta conseguirlo nos hace temblar, reír, llorar, sufrir...
Ése que sólo ese alguien especial nos entrega y le entregamos, y que hace feliz día tras día a quien tiene la suerte de vibrar con él.

Al amor, por desgracia, muchos lo esquivan o lo temen. La mayoría porque lo han tenido y lo han perdido, y el dolor que eso causa da mucho miedo.

Todos hablamos con todos sobre nuestro amor y el de otros, o de la ausencia de él.

Para terminar, quiero proponeros algo: ¿Qué os parece si cómo propósito para este próximo año 2014 dejamos de hablar tanto del amor, y lo hacemos más?

Felices fiestas a tod@s!
rgb^^

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