Siempre se me llenaba la boca diciendo que nunca jamás estaría con alguien a distancia. Que esas cosas eran imposibles de sustentar. Que se necesita un contacto físico para poder mantener sana una relación.
También es verdad que, hasta el momento, mis compañías sentimentales no me habían aportado nada más que eso: compañía. Y una simple compañía requiere, obviamente, de presencia física para ser efectiva.
Nunca coincidí con nadie con quien compartiera intereses o inquietudes. Compartía afecto, sí, pero siempre he tenido la sensación de que debía cortarme las alas para poder caminar de la mano con quien estaba a mi lado. A veces me las cortaba yo y muchas otras me obligaban o, peor aún, me las cortaban sin que me diera cuenta hasta que ya era demasiado tarde.
Por suerte, nunca he tenido problema en volver a hacer crecer esas alas, cada vez más fuertes y resistentes, y ponerme a volar, siempre un poco más lejos y más alto, alcanzando una vista más amplia y objetiva de lo que deseo y lo que no volveré a repetir. Ganado a cada paso más confianza en mi mismo.
Llegados a este punto, estaba preparado para cualquier cosa, menos para lo que sucedió...
Conocí a la persona que, lejos de cualquier indicio de esconder un "corta-alas", se preocupa de que estén sanas y me impulsen y no decaigan.
Un chico brillante, con unas alas iguales a las mías, con una dirección clara y una energía alucinante.
Con unos intereses y una forma de vida muy similar a la que yo deseo para mí, hecho que ayuda a que no haya confusión ni freno a la confianza.
Portador de valores y prioridades dignas de admiración y muestra de valentía, que yo nunca me atreví a adquirir nunca como mis propios principios por miedo a salir de la zona de confort.
Su aparición en mi vida fue totalmente casual, aunque llegó en el momento justo y en el lugar indicado. Una noche estrellada, en una terraza tomando cerveza, un paseo por la arena y una conversación de todo y nada durante horas. No hubo sexo, no hubo intención de nada más que de disfrutar de una compañía agradable y descubrir la esencia del otro.
El gran problema vino después de tres semanas y su marcha a otro país, a su casa. Vino a trabajar, me conoció, me prendé y se fue.
Y ese podría ser el final de la historia, como la mayoría de historias de verano entre personas de diferentes lugares del mundo que se encuentran en una isla de sol, playa, fiesta y alcohol.
Pero no, el mismo efecto que me causó el a mi pareció tener efecto viceversa.
Nos aferramos al hecho de que, por trabajo, volvía en un mes. Nos volveríamos a ver.
Me sorprendió tomando un avión mucho antes de lo planeado y plantándose en mi casa por 5 días. Días que, viéndolos ahora con distancia y cabeza fría, fueron posiblemente los mejores de mi vida.
En ese corto periodo de tiempo comprendí varias cosas: que lo que viví dos semanas atrás no había sido un espejismo, que la persona que compartía mi cama no era una simple compañía, y que quizás si era capaz de tragarme mis palabras y embarcarme en una relación a distancia.
Pasaron muchas cosas mágicas durante esos días, pero ocurrió algo muy especial: Una noche, llegué de trabajar y él me preparó la cena. Estábamos sentados en una escalera cuando de repente apareció un insecto. No sé muy bien que era, pero volaba. De pronto vi en sus ojos la mirada de un niño rogando en silencio que se fuera. Si, no le gustan los insectos, le dan miedo. Entonces ahí me vi, le pedí que aguantara unos segundos mi cena, me levanté y me libré de aquel maravilloso y oportuno insecto.
Cuando me dí la vuelta y lo vi ahí sentado, mirándome con los ojos abiertos como platos, entre avergonzado y aliviado, suspirando por haberse librado del bicho...
Entonces estallé de risa. No me lo esperaba. ¿Miedo a los insectos?...
No me reía de él, ni muchísimo menos. Simplemente me di cuenta de que la situación me produjo el mismo sentimiento que cuando veo el final de una comedia romántica. Felicidad.
Ese fue el momento en que me enamoré. Tenía delante a un chico sencillo, humano, capaz de sentir y de expresar...
Una persona con las ideas claras, ambiciones y, sobretodo, la necesidad de compartir todo eso con alguien.
Delante de mí había un chico exactamente igual que yo. Una persona que me daba la oportunidad de sólo sumar sin necesidad de renunciar a nada. Me abría las puertas a un amor que poder regar desde el aire, mientras volamos hacia nuestro destino, cada uno con sus propias alas, juntando fuerzas y dándonos la mano.
Ahora mismo, debido a circunstancias que no se pueden controlar estamos físicamente separados. Pero creo que nunca me he sentido tan cerca de alguien de este modo.
Nos lleve el tiempo que nos lleve, sea donde sea que esto termine, la huella que estamos dejando el uno en el otro durará para siempre.
Yo confío en que todo va a salir bien. De algún modo siempre he pensado que todo pasa por alguna razón y que nuestro destino era encontrarnos.
R. Gelabert